Era un venerable maestro. En sus ojos había un reconfortante destello de paz permanente. Sólo tenía un discípulo, al que paulatinamente iba impartiendo la enseñanza mística. El cielo se había teñido de una hermosa tonalidad de naranja-oro, cuando el maestro se dirigió al discípulo y le ordenó:
-«Querido mío, mi muy querido, acércate al cementerio y, una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.»
El discípulo caminó hasta un cementerio cercano. El silencio era sobrecogedor. Quebró la apacible atmósfera del lugar gritando toda clase de elogios a los muertos. Después regresó junto a su maestro.
-¿Qué te respondieron los muertos? -preguntó el maestro.
-«Nada dijeron.»
-«En ese caso, mi muy querido amigo, vuelve al cementerio y lanza toda suerte de insultos a los muertos.»
El discípulo regresó hasta el silente cementerio. A pleno pulmón, comenzó a soltar toda clase de improperios contra los muertos. Después de unos minutos, volvió junto al maestro, que le preguntó al instante:
-¿Qué te han respondido los muertos?
-«De nuevo nada dijeron» -repuso el discípulo.
Y el maestro concluyó:
-«Así debes ser tú: indiferente, como un muerto, a los halagos y a los insultos de los otros».
El Maestro dijó:
«Quien hoy te halaga,
mañana te puede insultar
y quien hoy te insulta,
mañana te puede halagar.
No seas como una hoja
a merced del viento
de los halagos e insultos.
Permanece en ti mismo
más allá de unos y de otros.»
Un anciano maestro se cansó de las quejas de su aprendiz. Una mañana, tras unos días en los que el alumno había estado especialmente quejumbroso, le envío a conseguir un poco de sal. Cuando regresó, el maestro le dijo que mezclara un puñado de sal en un vaso de agua y se lo bebiese. El alumno le miró con extrañeza, a punto de protestar, pero obedeció a su maestro.
-¿A qué sabe? Preguntó el maestro con gesto serio.
-«Amarga y salada», dijo el aprendiz dudando si comenzar de nuevo su retahíla de quejas.
El maestro sonrió e instó al joven a tomar un puñado de sal equivalente y a arrojarlo en un lago próximo. Los dos caminaron en silencio hacia el hermoso lago. Una vez que el aprendiz arrojó su puñado de sal en el agua, el anciano dijo:
-«Ahora bebe del lago».
A medida que el agua goteaba por la barbilla del joven, el maestro preguntó con una leve sonrisa:
-¿A qué sabe el agua?
-«Agradable y fresca,» comentó el aprendiz.
-¿Te supo a sal?, preguntó el maestro.
-«No, dijo el joven.»
El maestro se sentó junto a su aprendiz, y explicó:
«El dolor de la vida es pura sal, ni más ni menos. La cantidad de dolor en la vida de cada uno de nosotros va a ser exactamente la misma. Sin embargo la cantidad de amargura que probamos depende del recipiente en que ponemos la pena. Así que cuando está el dolor, la única cosa que puedes hacer es agrandar tu espacio interior. Deja de ser vaso. Transfórmate en lago.»