La actitud creativa termina con los lamentos y las excusas. Es calidad de percepción, acción inteligente que nos permite superar conflictos con la riqueza de alternativas que nos ofrece cada situación.
La creatividad despierta el poder que duerme en nuestra imaginación; es osadía, aventura para descubrir y aprender de los cambios; es la respuesta hábil, no impotencia explicada o reclamo por lo que nos falta.
Hace años, un supervisor visito una escuela. En su visita observó algo que le llamo poderosamente la atención: una maestra estaba atrincherada detrás de su escritorio, los alumnos hacían gran desorden; el cuadro era caótico.
Decidió presentarse:
«Permiso, soy el supervisor de turno… ¿algún problema?»
«Estoy abrumada señor, no se qué hacer con estos chicos… No tengo láminas, el Ministerio no me manda material didáctico, no tengo nada nuevo que mostrarles ni qué decirles…»
El supervisor que era un docente de alma, vio un corcho en el desordenado escritorio. Lo tomó con aplomo y se dirigió a los chicos.
«¿Qué es esto?»
«Un corcho señor».., gritaron los alumnos sorprendidos
«Bien, ¿De dónde sale el corcho?»
«De la botella señor. Lo coloca una máquina…», «del alcornoque, de un árbol….» «De la madera….>, respondían animosos los niños.
«¿Y qué se puede hacer con madera?». Continuaba entusiasta el docente.
«Sillas…», «una mesa…», «un barco…»
«Bien, tenemos un barco. ¿Quién lo dibuja? ¿Quien hace un mapa en la pizarra y coloca el puerto más cercano para nuestro barquito? Escriban a que provincia pertenece. ¿Y cuál es el otro puerto más cercano? ¿A qué país corresponde? ¿Qué poeta conocen que nació allí? ¿Qué produce esa región? ¿Alguien recuerda una canción de este lugar? Y comenzó una tarea de geografía, de historia, de música, economía, religión, etc.
La maestra quedo impresionada. Al terminar la clase le dijo conmovida:
«“Señor, nunca olvidaré lo que me ha ensañado hoy. Muchas gracias”»
Paso el tiempo. El supervisor volvió a la escuela y buscó a la maestra. Estaba acurrucada detrás de su escritorio, los alumnos otra vez en total desorden…
«Señorita… ¿Qué pasó? ¿No se acuerda de mí?»
«Si señor, como olvidarle! Qué suerte que regreso. No encuentre el corcho. ¿Dónde lo dejo?»
Enrique Mariscal
“Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?”
El maestro, sin mirarlo, le dijo:
-Cuánto lo siento muchacho, no puedo ayudarte, debo resolver primero mi propio problema. Quizás después…- y haciendo una pausa agregó: Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar.
-E…encantado, maestro -titubeó el joven pero sintió que otra vez era desvalorizado y sus necesidades postergadas.
-Bien- asintió el maestro.
Se quitó un anillo que llevaba en el dedo pequeño de la mano izquierda y dándoselo al muchacho, agregó- toma el caballo que está allí afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Vete ya y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió.
“Apenas llegó, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con algún interés, hasta que el joven decía lo que pretendía por el anillo.
Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le daban vuelta la cara y sólo un viejito fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un anillo. En afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro, y rechazó la oferta.
Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado -más de cien personas- y abatido por su fracaso, monto su caballo y regresó.
Cuánto hubiera deseado el joven tener él mismo esa moneda de oro. Podría entonces habérsela entregado al maestro para liberarlo de su preocupación y recibir entonces su consejo y ayuda.
Entró en la habitación.
-Maestro -dijo- lo siento, no es posible conseguir lo que me pediste. Quizás pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.
-Qué importante lo que dijiste, joven amigo -contestó sonriente el maestro-. Debemos saber primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor que él, para saberlo? Dile que quisieras vender el anillo y pregúntale cuanto te da por él. Pero no importa lo que te ofrezca, no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.
El joven volvió a cabalgar.
El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo:
-Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya, no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo.
-¡¿58 monedas?!-exclamó el joven.
-Sí -replicó el joyero- Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé… si la venta es urgente…
El Joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
-Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo-. Tú eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?
Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño de su mano izquierda.
Fuente: cuentoszen.com