El fisiólogo ruso Ivan Paulov, conocido por formular la ley del reflejo condicional, realizó el conocido experimento consistente en hacer sonar una campana justo antes de dar alimento a un perro, llegando a la conclusión de que, una vez repetida en numerosas ocasiones dicha actividad, el perro comenzaba a salivar nada más oír el sonido de la campana sin necesidad de alimento alguno.
Así, el perro estaba dando una respuesta (en este caso, la salivación) a un estímulo (la campana). La próxima vez que escuchara la campana, independientemente de si iba unida a la comida, empezaría a salivar.
En definitiva, a un estímulo, una respuesta, a una acción, una reacción. Idéntica para todos los perros en los cuales se experimentaba.
Claro que esto tiene un gran peligro. Si tú quieres determinar una conducta en alguien, asóciala con un estímulo que estés repitiendo. Hasta el punto de empezar a aplicarlo (en la escuela, en la empresa, en la sociedad…) con el concepto de premios y castigos.
El gran problema de esta actitud es que genera dependencia. “Si no me das mi premio, ya no lo haré bien…” y en definitiva acabaremos teniendo una actitud esclava en nuestra vida.
El neurólogo y psiquiatra austriaco Víctor Frankl desarrolló sus teorías a partir de sus experiencias en los campos de concentración nazis como prisionero.
Al ver quien sobrevivía y quién no determinó que aquellos que tienen un por qué para vivir, pese a la adversidad, resistían. Pudo percibir cómo las personas que tenían esperanzas de reunirse con seres queridos o que poseían proyectos que sentían como una necesidad inconclusa, o aquellos que tenían una gran fe, parecían tener mejores oportunidades que los que habían perdido toda esperanza.
En definitiva, a un ser humano, en esas condiciones, le podían quitar todo excepto su voluntad de responder de una u otra forma ante aquello que les hacían.
Todo lo contrario de la anterior teoría.
A todo estímulo, no necesariamente le sigue la misma respuesta ni reacción.
Esa es la que llamaba la libertad última del ser humano.
Hay algo que nunca te pueden quitar, que es que yo decido lo que haré ante lo que me hacen.
Se equivocaron los primeros en una sola cosa. No somos perros.
Podemos decidir qué hacer. Cuando tomamos una decisión, no tiene que ver con aquello que la provocó.
La actitud libre no es otra cosa sino darme cuenta que la clave no está en qué está sucediendo, sino en cómo decido responder a lo que está sucediendo.
Estímulo, pensamiento, análisis, decisión y respuesta. Las claves para vivir con una actitud libre.
De ahí mi convencimiento en que si quiere cambiar un poquito su vida, cambie lo que está haciendo. Pero si desea dar un vuelco radical, cambie su forma de pensar.
Si ante un examen sin avisar de los que con frecuencia pone la vida su pregunta es ¿por qué a mí? nada avanzará.
Si por el contrario en su pensamiento se instala el interrogante ¿qué puedo hacer? su creatividad a la hora de responder ante la vida progresará.
De la primera forma, viviendo su vida como espectador y esclavo de la misma, lo único que podrá hacer es mirar lo que hacen los demás con su vida y cómo eso le afecta. Nada más.
Con la actitud libre no le garantizo el éxito ante los demás, ya que depende de factores externos y no sólo de su actitud y predisposición.
De ahí la importancia de buscar la “excelencia” que está en el ser (uno es o no excelente) y no sólo el éxito que está en el tener (uno tiene o no éxito).
La excelencia depende de mí sólo conseguirla, el éxito conlleva factores externos que en ocasiones no puedo controlar.
Antes que el éxito está la excelencia. Cuando sólo hay éxito, habrá excesos
Con la excelencia cambia la razón de hacer algo, y con ello cambia igualmente el hacedor. La razón se convierte en el proceso, y el hacedor se convierte en ser pleno.
Y siempre hay un éxito que precede al éxito.
Su actitud libre.
Su propia excelencia que le lleve a su éxito independientemente del resultado final.