HIEROS GAMOS [Matrimonio Sagrado]


HIEROS GAMOS 

En hierosgamosun anterior artículo se explica como comenzar a practicar el Hieros Gamos, la unión de la polaridad femenina y masculina en la Unidad, dentro de nosotros mismos.

Hoy vamos a explicar en detalle lo que realmente significa El Matrimonio Sagrado

En las inmortales palabras del poeta sufí Ibn al-Farid:

“Estaba enamorado de ella, pero cuando renuncié a mi deseo, ella me deseó para sí y me amó. Y me convertí en amado, no, en alguien que se amaba a sí mismo. Por ella me marché de mí mismo a ella y no volví a mí. En la sobriedad después de la autoanulación no era nada más que ella, y, cuando ella se desveló, mis atributos se convirtieron en los suyos y somos uno solo” (Ta’iyyatu’l-kubra).

Matrimonio Sagrado

La expresión “Hieros Gamos” procede del griego y significa “Matrimonio Sagrado”. Con ella se nomina una liturgia de varios milenios de antigüedad en la que los participantes persiguen establecerse, aunque sea de modo fugaz, en el Ser que mora en todo ser humano y es parte de la única Identidad Universal o Unidad Divina. Para ello, como otros métodos y ceremoniales, el “Hieros Gamos” busca que las personas que lo practican salten la barrera que representa nuestra mente mortal mediante el procedimiento de liberarla de toda carga y dejarla inerte por un momento, vaciándola de todo contenido, idea o pensamiento.

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El hombre –considerado ahora como entidad masculino-femenina, o anthropos- está compuesto de alma y Espíritu, o de una parte variable y otra invariable, o de una porción mutable y otra inmutable. Se puede decir que el hombre es mortal e inmortal a la vez, pero su alma no es mortal del modo en que lo es el cuerpo; aun así, el alma no es inmortal del modo en que solo el Espíritu puede serlo. El Espíritu, pese a ser la parte más real –o la única verdaderamente real- de un individuo, es paradójicamente la más invisible, porque al ser de una substancia supramaterial (y suprapsíquica) no puede ser directamente aprehendido mediante los sentidos como puede serlo el alma. Su presencia, por tanto, no se siente, empíricamente hablando, porque trasciende los cinco sentidos. Al mismo tiempo, al no ser inexistente –aunque sea no existente material y psíquicamente- se puede captar mediante la inteligencia, o más bien mediante la inteligencia espiritual, porque la razón solo puede inferir su existencia pero no detectarlo directamente, tarea reservada al corazón-intelecto. De modo parecido, el alma es también supramaterial respecto al cuerpo, aunque no respecto al Espíritu porque, en contraste con el Espíritu, el alma está también compuesta de una substancia perecedera, aunque se acostumbra a hablar de su inmortalidad, lo cual es cierto; pero solo del Espíritu se puede decir que está incondicionalmente libre de la muerte a causa de su inmutabilidad. Dicho esto, es importante comprender que la línea divisoria entre Espíritu, alma y cuerpo físico es solo semiabsoluta: desde el exterior es prácticamente absoluta, pero inmanentemente hay continuidad de substancia entre los tres, aunque el Espíritu puede definirse como perteneciente al polo esencia y el alma (o el complejo alma-cuerpo) como perteneciente al polo substancia.

No hay nada que el alma ame más que al Espíritu y por tanto no anhela nada tanto como al Espíritu. En el individuo espiritualmente realizado, el alma se desposa primero y se une después al Espíritu en una unión sagrada de luminosa beatitud –o en la clásica imagen tomada del budismo tibetano, la del icono yab-yum, que representa el entrelazamiento de la Sabiduría y la Compasión. En un sentido profundo, el Espíritu y el alma corresponden a la polaridad de macho y hembra, aunque hablando estrictamente el Espíritu no es ni masculino ni femenino, si bien es ambas cosas en su esencia.

Ahora bien, aun cuando los seres humanos estemos compuestos de alma y Espíritu, nuestra conciencia habitual es la del alma, mientras que el Espíritu permanece en segundo plano, inadvertido –aunque la verdad y la lógica, y la comprensión de los principios primeros, proporcionan una puerta de acceso al Espíritu. Sea como fuere, el Espíritu, en la experiencia de la mayoría de los hombres, permanece intrínsecamente latente, misteriosamente presente pero oculto tras el velo del alma, que está tejido de fenómenos de pensamientos sin fin, impresiones, sensaciones, emociones, deseos, aspiraciones –todo lo cual exige la atención del ego individual. Y estos fenómenos –las experiencias diarias del alma- son lo que habitualmente el alma considera verdadero o real, y por tanto significativo. Sin embargo todas estas impresiones equivalen a ilusiones, pues finalmente no son más que imágenes efímeras, que se desvanecen tan pronto como surgen, desplazadas por otras nuevas, como si la vida fuese un soñar despierto: las casas y las calles donde se encuentra la gente, las mesas a las que se sienta, y las camas en las que se acuesta, todo esto estará vacío un día, o lleno de otra gente. Todos estos escenarios son el hábitat del alma, no del Espíritu, que no puede ser nunca de este mundo. A la vez, gracias al Espíritu todas estas experiencias pueden tener un orden coherente y una conexión, y por eso pueden ser dispuestas para servir a un objetivo, en vez de deshacerse en multitud de preocupaciones y olvidos. O, vistas desde otro ángulo, las experiencias del alma son como los hilos multicolores de un tapiz mantenidos unidos por el Espíritu: según esta imagen, el Espíritu es la urdimbre, y el alma y sus experiencias, la trama.

El alma en sí misma, cuando se halla libre de la agitación de las preocupaciones individuales, es una fértil substancia femenina cuya función es transformar la luz del Espíritu y transmitirla a todas las partes de la creación, de manera muy parecida a como la luna, en las veintiocho posiciones que ocupa al circunscribir los cielos, refleja la luz del sol. En la ciencia de la alquimia el alma se define normalmente como femenina y corresponde por eso a la luna, el polo dinámico o mutable, mientras que el Espíritu se define como masculino y corresponde al sol, el polo estático o inmutable. El viaje del hombre por la tierra –y por el samsara- halla su transcripción simbólica en el viaje de la luna cruzando los cielos: unida al principio con el sol y dejándolo después para girar alrededor de la tierra, antes de volver a él. El profundo significado simbólico de esta relación es que la luna/alma “yace con el sol”, antes de crecer, preñada ahora con la luz del sol, a fin de dar a luz un niño sagrado en el momento del plenilunio, antes de menguar y volver a unirse con el sol en lo que constituye un ritmo mensual perenne, que transcribe el ciclo de nacimiento, crecimiento, decadencia y muerte del cosmos. Más profundamente aún, el simbolismo de “yacer con el sol” corresponde a la iniciación espiritual, en cuyo caso la luna llena corresponde a la fructificación o realización espiritual (samadhi) de esta chispa sagrada. De este modo, metáfora, simbolismo y mitología presentan enseñanzas sintéticas que van más allá del análisis mental.

Transponiendo estas analogías, se puede decir que aunque la función esencial de la mujer es dar vida a la progenie del Espíritu en la creación, ella es también el velo de la ilusión universal, que seduce y dispersa a la vez, porque el mismo velo que refracta la Luz también la vela. Así, la mujer, a pesar de sí misma, puede apartar al hombre del Espíritu y por eso necesita la fuerza del hombre para redirigir su energía hacia el cielo; pero la belleza de la mujer puede disipar al hombre, dependiendo del grado de su autodominio viril, en vez de recentrarlo ante el Cielo. Como alma, la mujer es una substancia no fijada: volátil, proteica, inestable y engañosa, y refleja la órbita inestable (o “poco fiable”, o “infiel”) de la luna alrededor de la tierra, y por eso, como la luna, necesita el centramiento y la estabilización que solo el Sol-Espíritu puede darle. Y aquí es donde interviene el papel del hombre: aunque un hombre individual puede estar igualmente ligado por el ego y por eso encontrarse como ella identificado con el alma, pese a ello el arquetipo de su género es el Espíritu. Y, a la inversa, la mujer no es solo alma en todos los aspectos: en su sagrado misterio, y como interioridad sagrada, es una encarnación de la Esencia y de este modo también ella se une al Espíritu.

Sin embargo, al tratar sobre el hombre y la mujer en abstracto –en oposición a su substancia individual- no es incorrecto, simbólicamente hablando, decir que el hombre encarna el Espíritu como tal y la mujer el alma como tal –o respectivamente el Absoluto y el Infinito- o afirmar que el hombre representa el eje vertical y determinativo y la mujer el eje horizontal y receptivo. Y en este sentido se puede hablar de la relativa superioridad del hombre sobre la mujer respecto a las funciones sociales, porque el simbolismo esbozado establece que el hombre como centro y principio tiene una fuerza creativa que halla su realización a la vez en la fortaleza y la objetividad –una fortaleza apropiada tanto para construir como para destruir, por cierto, y una objetividad que divide y analiza- mientras que la mujer, como periferia envolvente (en contraste con la exclusividad del centro masculino) y como cálida vida, encarna una fuerza compasiva que halla su realización en unificar y curar, y no en separar y oponer como su homólogo masculino. Desde otro punto de vista, no obstante, el hombre es exterioridad, objetividad y discernimiento, mientras que la mujer es interioridad, subjetividad y unión; en este sentido, el hombre se identifica con el polo trascendencia y la mujer con el polo inmanencia. Trasladar estos atributos una vez más al plano social nos permite definir al “hombre como discernimiento” y por eso explicar su papel directivo y legislador, su capacidad de liderar y gobernar, exactamente como nos permite definir a la “mujer como unión” y por eso explicar su papel como criadora, sanadora y sustentadora. Sea como fuere, la superioridad del hombre en el plano social no puede ser absoluta y por eso a menudo es más funcional que substancial, porque todo depende finalmente de la cualidad de los individuos, y en este terreno –el de la personalidad- cualquier cuestión de superioridad decisiva deriva del mérito humano y de los talentos de cada persona; así, hay mujeres que gobiernan como reinas, con príncipes consortes pasivos, o incluso mujeres “estadistas” –el consejo de la profetisa Débora, por ejemplo, era solicitado por todos- pero esto siempre será más bien la excepción que confirma la regla. Y en la religión, donde una mujer tradicionalmente no puede desempeñar una función sacerdotal, puede, en circunstancias excepcionales, desempeñar la función de guía en el campo espiritual, un campo, precisamente, en el que la esencia domina a la forma, la interioridad a la exterioridad, lo que significa asimismo que la polaridad sexual es trascendida o que ambos polos sirven igualmente como símbolos del Espíritu.

Adoptando ahora esta simetría en la que el hombre se equipara al Espíritu y la mujer al alma, el hombre como fuerza proporciona seguridad a la mujer, sin la que ésta no puede florecer; por fuerza entendemos no simplemente la fuerza física, sino la fuerza moral, cuya esencia es el autodominio complementado por la ecuanimidad e, intelectualmente, la serena objetividad, de lo contrario no es realmente autodominio sino represión.

La esencia del autodominio viene del hecho de que la naturaleza del Espíritu es gobernar el alma, lo que significa que el hombre, en la medida en que se identifica con el Espíritu, consigue no ser vencido o seducido por el alma, o –en términos psicológicos- no sucumbir a la subjetividad, la irracionalidad, el capricho o todas las demás inclinaciones arbitrarias; en una palabra, la hombría es el ímpetu para trascenderse a uno mismo, y el hombre lo consigue no sucumbiendo al impulso, las emociones y las tentaciones mezquinas. A la inversa, cuando el hombre cede a impulsos pasionales o permite que los estados de ánimo determinen sus opiniones y elecciones, o cuando pierde el autocontrol, la paciencia o el temple, se arriesga a convertirse en esclavo de deseos caóticos y pierde su papel como encarnación del Centro o Eje divino. Ahora bien, todo esto es profundamente inquietante para la mujer, que se encuentra entonces, o bien indefensa ante la arbitrariedad o la posible irracionalidad del hombre –dos de las principales flaquezas de la mujer- o bien se ve forzada a adoptar ella misma la virtud masculina arquetípica de objetividad, impasibilidad e imperturbabilidad –ella, cuya naturaleza fundamental es de profunda empatía y emoción (y no de desapasionada y aparentemente “estéril” ratio), porque sentimiento y emoción son parte del genio de la mujer; estos rasgos derivan por supuesto de su arquetipo como encarnación del amor y la misericordia curativa. De hecho, la mujer es sentimiento porque es amor; el hombre, por compensación, es razón porque encarna la verdad y la justicia.

En otras palabras, está en la naturaleza de la mujer ceder y someterse –que quiere decir también adaptarse y acoger- y no enfrentarse u oponerse, tal como hemos dicho que está en la naturaleza del hombre dirigir, conquistar y gobernar, y así enfrentarse y oponerse y, si es necesario, derrotar y quizá matar. Huelga decir que se trata aquí de atributos arquetípicos, es decir, de cualidades cósmicas que se hallan en la naturaleza del universo, y no estrictamente de sus aplicaciones sociales. Por eso, discutir sobre idoneidad social es una cuestión totalmente secundaria que no debe empañar el significado arquetípico.

Ahora bien, si la mujer, en su naturaleza íntima, es un alma que anhela entregarse al Espíritu, ni que decir tiene que no desea entregarse a cualquier hombre, por muy real que sea el arquetipo cósmico, sino a un dios o, de hecho, a Dios mismo.

Por tanto, esta “sumisión” no puede ser una cuestión puramente social; más bien es un estado de la naturaleza, como un río que sigue los contornos de la tierra o el esplendor de un campo abierto tendido al el sol en una “sumisión” que es regenerativa y no fruto de un rígido rebajamiento. Trasladado a un plano cósmico, es la “sumisión” de la tierra que gira alrededor del sol, de la noche que recibe al día, de los planetas que “obedecen” a sus órbitas, de Prakriti que honra a Purusha.

Y el hombre, a su vez, aligerado de su duro deber de defender el Principio o la Verdad, puede encontrar la liberación en la acogedora dulzura y bondad de la mujer y puede así, en una inversión de polaridades, cumplir el mandato de ésta sin esfuerzo.

Pero cuando la naturaleza de estos polos está dañada o invertida en el caso de cada sexo, la dulzura inherente a la mujer puede volverse amargura, transformándola en una furia que, en venganza por la debilidad o arbitrariedad del hombre, lo hostigará sin piedad. Sin embargo, ella llora al hacerlo, porque, lo sepa o no, su hostigamiento es en realidad un intento inútil de convertirlo en el hombre que desearía que fuese. Así, al atacar al hombre, la mujer espera secretamente que él acepte el reto y no caiga en la trampa de su acoso; que resista con fuerza imperturbable su ataque y despliegue al mismo tiempo una generosidad magnánima y amorosa, rescatándola así de su propia naturaleza inquieta y potencialmente caótica. El hombre, por su parte, quizás desconcertado por las invectivas de la mujer, lo pone todo en riesgo si se deja arrastrar a la maraña de reproches de la que la misma mujer espera intensamente que la liberen; pero sólo un héroe la puede rescatar de sí misma, y no un impostor mezquino, arbitrario y poco viril. Y así se desarrolla el drama de los sexos.

Al establecer tales distinciones, puede parecer que opongamos Verdad a Amor –o Inteligencia a Ser- cuando de hecho estos polos no pueden oponerse verdaderamente porque en esencia el amor, cuando es profundo, es una forma de inteligencia, igual que la inteligencia, cuando es integral, es una forma de amor.

Sin embargo, en la creación regida por la exterioridad y la división, Verdad y Amor no sólo están polarizados, sino que pueden entrar en oposición, hasta tal punto que no es erróneo equipararlos con la polaridad masculino-femenino: en una oposición así, la Verdad se convierte en razón y el Amor se convierte en sentimiento; o tenemos la rivalidad de la mente contra el corazón, del cerebralismo contra la vida, o la dicotomía entre lo objetivo y lo subjetivo. Ni que decir tiene que una esquematización como esta no pretende sugerir que la mujer no pueda conocer la Verdad o, a la inversa, que el hombre no sea apto para el Amor, porque, como ya se ha dicho, tanto el hombre como la mujer combinan íntimamente los atributos recíprocos del Espíritu y del alma en sus respectivas esencias. Con todo, puesto que un hombre no es una mujer y viceversa, esta manera de contrastar sus virtudes específicas no es inapropiada. Por eso, cuando un hombre muestra autodominio imperioso y razón lúcida, esto tiene normalmente un efecto irresistible y profundamente liberador en la mujer, porque entonces es libre de ser totalmente femenina y florecer, sin miedo a dejar al descubierto su vulnerabilidad –siendo esta vulnerabilidad o sensibilidad una dimensión necesaria de su naturaleza. En el Cielo, por supuesto, la mujer puede manifestar “debilidades” como la bondad, la misericordia y la sensibilidad sin correr el riesgo de la vulnerabilidad, pero no en la tierra, de ahí su necesidad de la fuerza y la protección del hombre –y de su lucidez- sin la cual se ve forzada, de manera muy antinatural, a volverse ella misma fuerte o incluso dura, si no secamente racional; pero ese esfuerzo lleva consigo el precio de cierta masculinización. Debería ser obvio que si las circunstancias fuerzan a una mujer a encarnar el Absoluto, lo hace en detrimento de su encarnación del Infinito, de donde derivan su amor y su belleza. Finalmente, sin embargo, tanto el hombre como la mujer representan a Atma, él como Absoluto y ella como Infinito –porque al fin el prototipo de Atma es superior a cualquiera de sus dos polos.

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La mujer, por decreto cósmico por decirlo así, no lleva su centro en sí misma, y por tanto necesita al hombre para encontrarse a sí misma; no puede ser completamente ella misma sin el hombre. El hombre, por otra parte, debido a su identificación con el polo Absoluto, lleva su centro en sí mismo, y por tanto, estrictamente hablando, no necesita a la mujer para ser él mismo; en otras palabras, el hombre tiene cierta afinidad con la soledad o la necesita. Pero éste no es un estado natural para la mujer, que por temperamento innato prospera mejor en compañía, porque es substancia y totalidad. Pero incluso si esta identidad de raíz con la soledad del polo Absoluto otorga al hombre cierta capacidad de autosuficiencia, esto es así más en principio que de hecho, porque todo hombre tiene un alma individual y en este sentido es similar a la mujer, psicológicamente hablando; por tanto también necesita a la mujer como compañera.

Se ha mencionado el hecho de que, desde un punto de vista social, el hombre detenta cierta superioridad debido a su “exterioridad”; desde un punto de vista espiritual, sin embargo, la simetría que acabamos de esbozar es reversible o está abierta a varias combinaciones: la mujer, como interioridad, está íntimamente asociada al misterio de lo que los sufíes llaman el sirr, el “secreto divino”, de ahí el simbolismo de velar y desvelar que desempeña un papel tan central en la contemplación de la belleza femenina, cuyo aspecto más profundo implica la sacralidad de la contemplación de la esencia. Un hincapié excesivo en velar y proteger a la mujer de las pasiones depredadoras de los hombres, aunque es necesario en un mundo poblado por brutos, puede eclipsar la función más profunda del velar, que tiene que ver –dejando de lado toda cuestión de pecaminosidad del hombre- con proteger al hombre de la contemplación indigna de la Esencia Divina. “Ningún mortal ha levantado nunca mi velo”, comentaba Plutarco en relación con una estatua de Isis, queriendo decir que sólo lo que es inmortal en el hombre es digno de contemplar a la diosa suprema.

En este sentido, el hombre –el hombre caído- se identifica con el profano que necesita convertirse antes de ser autorizado a ver la belleza inmortal. Dante lo confirma: “Aunque todo aquel que resiste mirarla debe o bien ennoblecerse o bien morir (Vita Nuova, 19 1.35-36)”. En este sentido, la Esencia divina que la mujer encarna tiene un efecto aniquilador sobre la forma como exterioridad –o como profanidad- que debe ser purificada y transfigurada en lo inefable. Pero, humanamente, este aspecto inefable de la mujer, no apropiado para los ojos mortales, lo compensa la dulzura extraordinaria que encarna, una dulzura que cura todas las fisuras, todas las deficiencias, y da respuesta a todas las necesidades.

De modo más prosaico, el hombre común, oscuramente atraído como está por el misterio de la “esencia-hecha-mujer”, necesita la virtud del amor para vencer la destructividad potencial de la lujuria, en cuyo caso la dicha sexual, en lugar de favorecer la gentileza, puede tener un efecto paradójicamente endurecedor en el alma, e incitar incluso a la vileza de espíritu dependiendo de la substancia individual de la persona; o la delicadeza de la mujer, en lugar de inspirar la caballerosidad, puede invitar a la brutalidad del macho arrastrado por sus impulsos. Esta es una de las razones por las que la satisfacción desenfrenada de la pasión sexual es objeto de tantas censuras religiosas: la misma fuerza por la vida y el éxtasis que puede ser un soporte inspirador para la unión espiritual, puede también ser la causa de la perdición del hombre y de la caída de la mujer, de ahí la necesidad de sacralizar y canalizar esta fuerza, o al menos neutralizarla. Si no se reconvierte, la necesidad de la pasión salvaje, una vez saciada, puede convertirse rápidamente en indiferencia mortal, o incluso repugnancia. Muchos encuentros íntimos, nacidos de la pasión, acaban en repugnancia post-coital, porque el hombre y la mujer son más que cuerpos físicos; por eso, cortejar con lujuria es separarse con repugnancia, porque el amor no puede sobrevivir a la ausencia de idilio, que es lo único que hace justicia a la substancia celestial del alma. Hay una analogía entre el vino y el amor: la copa que alegra y eleva el espíritu puede también desencadenar a la bestia. Duo sunt in homine (“Hay dos naturalezas en el hombre”).

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Debido a que la mujer se identifica con la Esencia divina, es importante que su sagrado misterio sea conservado, protegido, e incluso ocultado. Paradójicamente, esta dimensión es parte de la causa más profunda del papel subordinado asignado a la mujer en las sociedades tradicionales, aplicado de manera justa o injusta. Inevitablemente, en un mundo de hiper-virilidad, la subordinación social lleva demasiado fácilmente al desprecio de la mujer y esto explica su opresión y denigración; en este sentido, el destino de la mujer es paralelo al de lo sagrado, que es fácilmente profanado, particularmente por los hombres. Debido a que encarna la interioridad, o el misterio celestial, la mujer puede sufrir a manos de hombres que no tienen ninguna noción de la interioridad y que por lo tanto explotan su relativa indefensión; pero al denigrar a la mujer, el hombre acaba denigrando a su misma substancia y pierde así toda gentileza. La hombría, debería ser obvio, no se demuestra dando culto a la fuerza bruta: la medida de la fuerza del hombre se demuestra por su cortesía hacia la mujer, por su caballerosidad.

Ahora bien, para la mujer la solución a tal abuso no puede encontrarse en la llamada “liberación de la mujer”, que no favorece a su arquetipo como misterio femenino y santidad, sino que, al contrario, amenaza con perjudicar a todo lo que constituye su genio cósmico; en otras palabras, la opresión de la mujer no se puede solucionar en un plano puramente político.

Además, la ironía es que, al querer liberarse del hombre exteriormente, la mujer le presta un homenaje indirecto e involuntario con su deseo de emularle, aunque sea por oposición, cuando de hecho su liberación integral sólo puede encontrarse en la adopción de la verdadera feminidad y no en el rechazo de su arquetipo; tanto más cuanto que el tipo de hombre al que intenta desafiar es o bien un bruto o bien una versión castrada de la virilidad, de lo contrario no sentiría, para empezar, ninguna necesidad de rebelarse contra él, porque su realización íntima como mujer se encuentra precisamente en su adoración del hombre verdadero. Por esto todas las compensaciones sociológicas y políticas obtenidas por la mujer moderna no sirven de nada, en definitiva, para corregir su problema fundamental, porque al “masculinizarse” la mujer deja de ser mujer en ciertos aspectos vitales y por eso cambia una injusticia por otra. Se hará valer que tanto el hombre como la mujer son anthropos –o seres humanos- antes de polarizarse por el género, y por eso una mujer puede destacar prácticamente en cualquier actividad en que el hombre sobresalga, incluso –excepcionalmente- en un bastión tan tradicionalmente masculino como es la guerra; pero no se trata de eso, de lo contrario la polaridad sexual no tendría ningún significado cósmico ni humano. Nuestro supuesto, por tanto, tiene que ser que el cosmos depende de la plenitud de esta polaridad y no de su disminución, y aún menos de su anulación, porque este último resultado podría ser la consecuencia final del experimento social moderno que busca uniformizar las similitudes sexuales hasta que tanto los hombres como las mujeres –intercambiándose los modos de vestir y tomando de prestado extravagantemente el uno del otro- empiecen a tener el aspecto y a actuar como un sexo híbrido, o un no-sexo, una tendencia que es un estado de cosas totalmente antinatural que sólo puede desmagnetizar el universo, si puede decirse así.

A este respecto, cabe mencionar también la llamada liberación de ambos sexos de las restricciones de la “mojigatería” y la completa pérdida de la discreción pública en relación con dimensiones de la sexualidad que antiguamente eran tabú –nótese el uso desdeñoso del término “mojigatería” para burlarse de la dignidad de la privacidad.

En especial, parte de la necesidad de misterio en cuestiones sexuales está relacionada con la desnudez del cuerpo humano y su simbolismo sagrado. El hombre y la mujer son las únicas criaturas que por decirlo así están “vestidas” de su carne; los animales no tienen esta posibilidad. La desnudez humana es una manifestación existencial del Espíritu mismo: en el caso del hombre es la perfección del Absoluto hecha carne y en el de la mujer la perfección del Infinito hecho carne. Los pelajes de los animales, a causa precisamente de su variedad, son expresiones periféricas en relación con el Centro sagrado que representan el hombre y la mujer en su desnuda gloria. Además, la belleza teofánica de la desnudez del hombre y la mujer es una prueba más de la naturaleza no utilitaria de su alma, es decir, de la centralidad contemplativa de su ser, que es también la razón por la cual es preciso que, en la tierra, estén vestidos, exactamente como el propio Principio Divino adopta múltiples disfraces en la creación, pues de lo contrario la creación no podría soportarlo En otras palabras, la desnudez del hombre y la mujer anuncia el paraíso. El primitivismo, o la tosquedad física, no socavan para nada esta afirmación, porque el cuerpo físico, en su opacidad material como punto de proyección más exterior del Espíritu, se opone al Espíritu aun siendo al mismo tiempo un testigo directo de él por la nobleza de sus formas anatómicas; en este sentido, los extremos se tocan. Semejante paradoja, según la cual la carne revela el Espíritu y a la vez se opone a él, deriva de la ley de la analogía inversa que gobierna a la manifestación, en la cual lo que en el Cielo es más grande es más pequeño en la tierra y lo que es más grande en la tierra es más pequeño en el Cielo. En este sentido, el cuerpo humano desnudo como forma divina se identifica con el Espíritu, pero como carne es corruptible y perecedero.

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En la guerra que enfrenta a Marte y Venus –que tiene su propósito cósmico- las mujeres, por supuesto, saben muy bien cómo defenderse. Pero en el conflicto entre un hombre y una mujer, algunos pueden sorprenderse si señalamos que esencialmente es el hombre el que tiene la máxima responsabilidad por el conflicto, porque, siendo él mismo fuerza en virtud de su arquetipo cósmico, el hombre es el pilar no sólo de toda estructura social, sino también del orden en la creación. Por eso, si es débil o no acepta plenamente sus deberes y prerrogativas, de ello se sigue obligatoriamente el caos, y en esta situación la naturaleza desata fuerzas que se disputan la supremacía en el vacío dejado por el abandono, la indolencia o incluso el afeminamiento del hombre. Si en el despliegue de la creación es Eva la que desempeña el papel necesario de seductora, sin embargo lo que provoca la Caída es la debilidad de Adán; este guión se repite, mutatis mutandis, a lo largo del tiempo.

A causa de la centralidad del hombre en la creación exterior, su verticalidad y su rectitud garantizan a la vez el vigor de una civilización y el mantenimiento del orden moral; en este sentido, la mujer no puede caer tanto como el hombre, y por consiguiente su caída no es tan profundamente perjudicial como la del hombre. De hecho, la mujer no puede caer a no ser que caiga el hombre primero, mientras que lo contrario no es cierto, de la misma manera en que una casa no puede derrumbarse si sus pilares no se desmoronan; esto es simplemente una ley de la naturaleza: de hecho, la imponente bóveda del Cielo misma descansa fundamentalmente en la virtud masculina. Esta es la razón por la cual el afeminamiento del hombre es tan calamitoso; y también por esto es un acontecimiento propio del fin de una civilización.

Y aquí tenemos que abrir un paréntesis, por más que prefiriéramos evitar este tema: es en parte en vista de esta calamidad como debe entenderse el tradicional oprobio de la homosexualidad masculina, en la radical violación de las normas cósmicas que implica. Toda una tendencia de la sociedad moderna se mueve simultáneamente hacia la castración del hombre, así como en la dirección de borrar la distinción entre sexos. Lo que se disfraza como tolerancia en el deseo de la gente de aceptar una sexualidad polimórfica, haciendo caso omiso del género, es en realidad un presagio de la ruina completa y total del cosmos: lo que sucede con la virilidad del hombre, sucede con la naturaleza. Como era de esperar, uno de los primeros objetivos de esta convulsión social es la institución del matrimonio que, siempre y en todo lugar, ha sido sólo entre un hombre y una mujer, sea cual fuere la forma singular o plural que pueda tomar, monógamo o polígamo o, incluso, en algunas muy contadas excepciones, poliándrico. La sociedad, desde tiempo inmemorial, se ha construido sobre una doctrina sacralizada del matrimonio entre un hombre y una mujer, pero nunca entre dos personas del mismo sexo.

Es una obviedad decir que en la naturaleza lo positivo solo puede unirse con lo negativo, que es el rastro físico de lo que in profundis es la relación tántrica entre Marte y Venus, o entre Shiva y Parvati.

Trasladado al plano humano, este principio significa que un hombre sólo puede estar verdaderamente casado con una mujer y viceversa, la confirmación de lo cual es el hijo, que no puede obtenerse de otra manera. Y esto posee un simbolismo que se extiende más allá del mero hecho material de la procreación porque el fruto de una unión puede ser tanto interior como exterior: este fruto es siempre una restauración de una unidad original que se ha dividido; de ahí que, así como el hijo encarna –exteriormente, en su unidad física- la reunificación de la sexualidad dividida de los padres, así también el fruto tántrico (o esotérico) del amor es –interiormente- la restauración de la unidad del corazón-intelecto.

Por consiguiente, el mismo eje, o corriente, que gobierna el placer erótico y la procreación se extiende, o bien hacia la tierra o bien hacia el cielo, o hacia ambos simultáneamente; y, como tales, estas dos dimensiones no se pueden disociar; en otras palabras, no se puede simplemente tomar la fuerza erótica que lleva al nacimiento de una persona, trasladarlo arbitrariamente a una situación no heterosexual y esperar los mismos beneficios psíquicos o espirituales, o al menos esperar que no tenga repercusiones psíquicas –porque para el hombre, nada es nunca neutral.

Asimismo, ahora en términos alquímicos, la fuerza procreativa de la magia espiritual depende de la fusión entre lo que en el tantrismo se conoce como virya en el hombre y rajas en la mujer –cuyos soportes materiales corresponden respectivamente al semen y al flujo menstrual- o, en la alquimia, depende de la fusión suprafísica del azufre y el mercurio que conduce a la restauración del andrógino o esencia inmortal, liberada ahora de la división de la dualidad terrenal.

Es importante observar, sin embargo, que estamos hablando aquí de una “esencia” andrógina (en el hinduismo, Shiva como Ardhanrishvara cuando está unido a Parvati), pero no de un andrógino real –que no existe como criatura; esta esencia andrógina debe entenderse en un sentido espiritual en el que la mente y el corazón se reunifican.

En la base de una atracción homoerótica, no se puede excluir la posibilidad de una atracción potencialmente noble hacia el hombre perfecto –o, en el caso de la mujer, la mujer perfecta- pero a costa de no alcanzarla nunca realmente, porque en sí misma la parte homosexual de la atracción presupone una incapacidad (o una falta de voluntad) de ir más allá de la propia alteridad sexual, y ello arruina finalmente esa afinidad. Sin embargo, vista desde la perspectiva de la fitrah, o de la norma sagrada primordial, la inmoralidad de la homosexualidad tiene que ver con la esterilidad –ya sea espiritual o genésica- de lo que finalmente sólo puede equivaler a una unión abortada. En otras palabras, secuestrar la fuerza procreativa del eros y desviarla de su satisfacción en la alteridad alquímica de un verdadero contrario –sea un cónyuge terrenal o, por delegación, lo Divino- es subvertir su magia con un fin intrínsecamente antinatural, de ahí el narcisismo inevitable de una unión homoerótica, ese narcisismo que implica amarse a uno mismo por medio de un representante del mismo sexo, y por consiguiente no trascenderse a sí mismo. Aun cuando un amor entre una pareja del mismo sexo imite y pueda incluso reproducir algunos de los estados psicológicos o de las emociones del amor entre un hombre y una mujer, y quizás excepcionalmente incluso de la clase más noble, no puede nunca alcanzar la extinción –y por lo tanto la redención- de entregarse a la alteridad del opuesto alquímico de uno mismo, y este potencial para el abandono total al “Sagrado Otro” –masculino o femenino, pero ambos divinos- es lo que prepara el terreno para la transfiguración del amor desde el ego hacia Dios, y por eso hacia la inmortalidad.

Sea como fuere, estas consideraciones requieren que mencionemos otro aspecto de la “feminización” del hombre, pero esta vez positivo: hay en el misticismo un arquetipo del alma masculina que se convierte espiritualmente en “femenina” en relación con lo Divino. Un ejemplo de ello se encuentra en el devocionalismo inspirado que deriva del culto hindú a Radha y Krishna, los amantes arquetípicos del misticismo indio: Krishna, como perfecta divinidad masculina y avatara de Vishnu, es tan digno de amor que la devoción a él puede inducir a un adorador masculino a identificarse indirectamente con Radha, cuyo intenso amor por Krishna es el modelo del amor del alma a Dios –o a Dios hecho hombre. En términos de polaridades espirituales, esta vocación inspira en un alma masculina un estado de pura receptividad y ternura, y una añoranza extática de Krishna, y a consecuencia de ello se convierte completamente en alma en relación con el Espíritu. Mencionamos esto sólo para señalar la posible polivalencia de la psique humana, y no para proponer, ni que decir tiene, que pueda haber un verdadero modelo de la feminización del hombre, lo que constituiría una contradicción en los términos.

Además, la feminización mística del alma del hombre no implica en lo más mínimo que el hombre se afemine o se castre con respecto a su conducta diaria, porque este resultado equivaldría de hecho al narcisismo y por eso no constituiría un abandono desinteresado a la Divinidad; de hecho, precisamente la naturaleza divina del objeto –a saber, Dios como Krishna- excluye toda perversión. Esta posibilidad mística es una cuestión de vocación, en la que un amor espiritual puede apoderarse y consumir de tal manera un alma que ésta sucumbe a Dios en adoración llorosa mediante una intensidad de puros sentimientos y emociones, y lo hace con exclusión de los atributos típicamente intelectivos de la espiritualidad masculina, como la razón, la lógica y la sobriedad, o los de la combatividad heroica. Sin embargo, hay que precisar también que dicha vocación estática de amor licuante y lágrimas puede tener también –para el hombre- un objeto femenino, a saber, la Shakti o Divina Madre, como en el caso de Ramakrishna.

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Más allá de la distinción obvia del hombre como activo y de la mujer como pasiva, o de su polaridad emblemática del sol vs la luna, las cualidades de cada sexo son también reversibles, de manera que aunque el hombre es a priori operativamente activo, y por consiguiente dinámico o enérgico, y la mujer es a priori operativamente pasiva, y por consiguiente estática o receptiva, hay otro aspecto en el cual el varón seducido por la hembra se convierte en pasivo y la mujer en activa, como se representa en la iconografía hindú de la diosa Kali bailando sobre el cuerpo inerte de Shiva; la misma iconografía se observa en la diosa egipcia del cielo, Nut, arqueada sobre el dios de la tierra Geb en amoroso preludio a su abrazo; y aquí el simbolismo normal que identifica la tierra con la madre y el Cielo con el padre se invierte completamente.

En otras palabras, una vez que el hombre pone a la mujer en movimiento –o cuando el Uno solitario desencadena el dinamismo de la multiplicidad-, el movimiento domina y el hombre, como centro o eje, se identifica con la “pasividad” o aparente “inercia” del centro inmóvil; en cambio, la mujer, despertada ahora de su pasividad y vuelta activa por el ímpetu del hombre, se asemeja a un fuego devorador, mientras que la instrumentalidad inicial (o principial) del hombre que la despertó se vuelve inútil. Esta inversión de polos deriva, sin duda, de la penetración de Purusha en Prakriti, de manera que lo que es principialmente estático e inactivo (Purusha) se vuelve dinámico y activo (Prakriti) cuando se proyecta en el plano de la dualidad o de la naturaleza; esta es la ley de la analogía inversa en la que el Principio se mueve del interior al exterior en su forma manifestada, y a la vez, por supuesto, permanece inmóvil bajo (o dentro de) su exteriorización cósmica.

Igualmente, en el sacrum de la unión sexual, el principio masculino, una vez gastado, muere, como si dijéramos, mientras que la mujer se vuelve activa, especialmente al recibir la semilla que se engendra en ella.

Esta reciprocidad impide afirmar que el principio masculino es jerárquicamente superior y a la vez permite afirmar que efectivamente lo es, porque si la hembra (o la diosa Nut o Kali) al asumir el principio dinámico se convierte en superior al hombre, al final lo es solamente a causa de la iniciativa primordial del macho, precisamente. De hecho, en algunas formulaciones la hembra se “masculiniza” simbólicamente –como en el budismo, que enseña que antes de entrar en el Nirvana, la mujer tiene que convertirse en “hombre”; San Agustín afirma lo mismo. Sin embargo, tales enseñanzas –dejando de lado su apariencia de dialéctica misógina- en realidad aluden al hecho de que sólo la identidad con el Espíritu salva, de manera que para que el alma alcance la salvación debe unirse con el Espíritu hasta el punto de identificarse con él totalmente, renunciando incluso a su anterior personalidad de alma y, en el caso de la mujer, a su género de alma, al menos simbólicamente. Mencionamos esto sólo para situar algunos de los sutiles juegos de cambio de identidad que el Espíritu adopta al entrar en la creación; y estas alternancias además ayudan a situar con qué consideración respetuosa la mujer debe ser tratada por el hombre, porque su “inferioridad” no puede entenderse sin entender también su “superioridad”.

La verdadera superioridad, sin embargo, procede sólo del Espíritu, que trasciende la dualidad, y no de ninguna dualidad sexual per se; por tanto, mientras el hombre y la mujer sean vistos como mitades incompletas de una polaridad, ambos pueden adoptar posiciones intercambiables de superioridad, pues cada uno puede desempeñar el papel de Espíritu o de Esencia Divina en relación con el otro.

Los ejemplos de esta intercambiabilidad de papeles de los sexos eran habituales en la espiritualidad medieval cristiana, en la que Cristo era visto como madre; incluso tenemos imágenes de un Cristo amamantador, por ejemplo en la experiencia mística de Santa Catalina de Siena, o en el ejemplo de San Francisco de Asís amamantando a su rebaño.

En el plano de la creación, aunque el varón tiene ciertas ventajas decisivas, nace de todas formas de una mujer, “muere” en la mujer en el abrazo coital, y al fin de su vida es sepultado en la “madre tierra”; en este sentido, todo lo que el hombre es –en la creación- viene directamente de la mujer. En este sentido terrenal, pues, la mujer posee una superioridad sagrada sobre el hombre porque se identifica no sólo con el hogar –o el origen- sino de hecho con toda la naturaleza, la Prakriti. Y sin embargo, precisamente como natura naturans o Prakriti, la mujer anhela el Espíritu: y aunque el Espíritu –o el hombre- nace por medio de ella, él, como hijo, es también inefablemente padre, en el sentido –por tomar de nuevo un concepto del cristianismo- en que Cristo fue definido en el medioevo como “el padre de la Virgen María”, hecho que nos da una idea del significado real de la designación de María como “Madre de Dios”. Puede parecer que estas consideraciones contradicen el relato bíblico de la mujer sacada de la costilla del hombre, pero no es así, porque aquí se trata de dos niveles diferentes: la mujer sacada de la costilla de Adán, después de la creación, se refiere simbólicamente al carácter completo y central del prototipo adánico como tal antes de la creación.

Finalmente cada sexo representa para el otro una totalidad maravillosa, y su individuación como hombre y mujer es secundaria en relación con su capacidad de encarnar el Espíritu, aunque en dos modos diferentes, de manera que, dependiendo de la relación, el hombre puede verse a veces como la luna con respecto a la mujer, que se convierte entonces en el sol, y viceversa, por supuesto.

De hecho, cuando es profundo, el amor entre un hombre y una mujer puede llevar al “intercambio de corazones” medieval en el que “cada corazón se convierte en la propiedad del otro” y, como consecuencia, no tienen el poder de recuperarlos, de modo que en lo sucesivo viven el uno por el otro en un sacrificio que combina a la vez dicha y dolor intensos; el gozo de la unión aumenta el dolor de la separación, pues mientras estén en la tierra no pueden experimentar la realización permanente de su mutua integridad.

Volviendo a nuestro primer tema. En el plano individual, lo que se celebra en el matrimonio es la búsqueda y la necesidad de restaurar una totalidad perdida; y de ahí también su carácter sagrado, porque puede posibilitar la transfiguración alquímica que conduce hacia esa unidad primordial que cada cónyuge lleva en su propia intimidad.

La palabra en latín para “amor” es amor (a-mor) que significa a la vez “sin muerte” o “hasta la muerte”, porque el hombre, al amar, muere para su ego, de la misma manera que la dicha de la consumación conyugal implica una muerte momentánea del ego, brevemente inmerso como los cónyuges en la corriente de inmortalidad que pasa por su región lumbar.

La procreación es el acto por el cual se puebla la tierra y su semilla lleva consigo el potencial de un número infinito de descendientes que las estrellas del firmamento reflejan, como dijo Dios a Abraham.

La belleza de la mujer, personificada en la noble generosidad de su anatomía y realzada por su suavidad, hace de ella un símbolo palpable del Bien Supremo (el Summum Bonum) destinado a derretir el corazón y a la liberación.

Pero, si se desea pasionalmente como un ladrón desea su tesoro, sus gracias cegadoras pueden causar un perjuicio al alma porque no se puede esperar capturar la inmortalidad en un plano en el que todo es perecedero y sin dar nada de sí mismo a cambio; la naturaleza se venga de aquellos que desean disfrutarla sin respetar su poder o que profanan su carácter sagrado. Estos puntos básicos explican, una vez más, la importancia del sacramento del matrimonio, o al menos de una bendición ritual para la pareja enamorada, sin olvidar que, en verdad, un matrimonio implica siempre a tres agentes: los esposos y Dios, porque es realmente por Dios como los cónyuges se pueden encontrar y juntarse en una unidad, lo sepan o no. Cada cónyuge recibe el raro y extraordinario don del otro, porque cada uno finalmente es hijo o hija de Dios, y esto es lo que la sagrada ceremonia del matrimonio quiere evocar y preservar.

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Hemos dicho que cada alma, al buscar al amado, busca al Espíritu; y a ese respecto tanto el hombre como la mujer desempeñan el papel del alma, viendo cada uno en su opuesto un representante del Espíritu, porque al buscar el amor el alma mortal realmente anhela la inmortalidad; del mismo modo, la dicha del amor proviene enteramente de su esencia celestial. Pero esta búsqueda del amor se hace ardua por el hecho de que el alma es improbable que reconozca al Espíritu cuando se encuentra con Él por primera vez, y la razón de ello es que casarse y reunirse verdaderamente para siempre con el Espíritu implica para el alma morir para el mundo y para el yo mortal al que se ha acostumbrado a llamar “yo mismo”. Porque el Espíritu no es de este mundo; y por consiguiente tampoco lo es la felicidad que promete, excepto como reflejo lejano. Además, el Espíritu puede resultar ser un amo muy exigente, y por eso tras el primer encuentro uno no siempre lo reconocerá como el príncipe (o la princesa) de sus sueños, tanto más cuanto que el alma desea apoderarse del Espíritu para sus deseos terrenales, tratando de amoldarlo a sus antojos mortales, algo a lo que el Espíritu no puede consentir.

Por eso, saborear profundamente esta felicidad exige una muerte, una transición que el alma está poco dispuesta a hacer y que realmente no sabe cómo hacer, aunque su propia substancia –como el Espíritu- tampoco es de la carne.

En efecto, hablar del Espíritu es hablar de un ser que nunca ha sido de este mundo, sino que pertenece enteramente a la esfera celestial, porque es incorrupto, inmortal, invenciblemente fuerte y arrebatadoramente bello. Y, sin que el alma lo sepa, está en realidad entregado a ayudarla a encontrarlo una vez más.

Sin embargo, el alma, por su parte, vagando por la tierra, tiene tendencia a traicionar al Espíritu una y otra vez mientras se imagina que ha encontrado la perfecta felicidad en tal o cual criatura o pasatiempo mundano; y dedicará generosamente a tal o cual persona un amor que en realidad está destinado al Espíritu, y por eso hay tantas decepciones en amor, bien porque el sentimiento es inmerecido, o porque la persona a quien se dedica este amor no está a la altura. Este drama del alma errante y del Espíritu disfrazado apareciéndose al alma encuentra ecos en leyendas populares como la de “la novia repugnante” o “la bella y la bestia”: en cada caso, el Espíritu, apareciéndose bajo alguna máscara mortal, parece una entidad repelente que el alma rehúye pero que de algún modo debe aprender a amar; el momento de la verdad llega cuando el alma debe aceptar amar a esta aparente “bestia” o besar a esta “novia repugnante” –como en la leyenda del “fier baiser” (o noble beso en la boca”) de figura exteriormente poco atractiva- y he aquí que el alma, para su asombro, descubre una doncella o un príncipe de belleza sobrenatural. Se descubre entonces que la anterior repelencia del Espíritu es enteramente una cuestión de percepción subjetiva del alma; en otras palabras, por miedo a morir, el alma se espanta del personaje que sirve de instrumento de esa muerte, y que por tanto adopta, a ojos del alma, una apariencia repugnante o detestable. “Soy negra pero hermosa”, dice la novia en el Cantar de los Cantares; y “el reino de Dios es sólo para los que están completamente muertos”, advierte Meister Eckhart.

El Espíritu, por su parte, fue una vez una sola substancia con el alma y solamente con mucha inquietud y doloroso recelo le permitió separarse de Él para entrar en la esfera del tiempo y la gran Rueda de la Existencia, del nacimiento y el renacimiento; llora por estar separado del alma, pero sabe que debe permitirse al alma (luna) olvidar su naturaleza original para poder proyectar el resplandor del Espíritu (sol) en las remotas esferas de la oscuridad, porque este olvido es el terreno abonado en el que hay que sembrar para cosechar el recuerdo, por decirlo así, mediante el cual la creación al final es redimida y devuelta a su arquetipo divino. Sin esta fase de olvido del origen, no habría ninguna salida creacional, ninguna proyección a los confines más remotos de la manifestación y del tiempo; de hecho, este olvido-proyección es el sacrificio del Espíritu, mediante el cual entrega su propia substancia vital -convertida ahora en el alma como individuación criaturial- en beneficio de la fructificación de la creación, pero una fructificación que se alcanza al precio de la separación, la muerte y la pérdida, todo lo cual debe suceder antes de la transfiguración del gran retorno.

Y el Espíritu, pese a todo su poder celestial, es impotente al principio para rescatar el alma una vez que ésta entra en la comedia individual de la existencia. Al final, después de muchas tribulaciones, el alma se acuerda de su cónyuge celestial y, arrepintiéndose de sus múltiples traiciones, las expía y retorna a él más sabia y santificada por su odisea.

Esta descripción de la relación entre el alma y el Espíritu sugiere la siguiente pregunta: ¿el Espíritu puede tener “sentimientos”? La respuesta es sí y no, porque en un sentido el Espíritu trasciende todas las dualidades, y es también de substancia transpersonal. Pero en otro sentido todas las dualidades son expresiones divididas del único Espíritu, o, formulado de un modo diferente, todas las dualidades toman prestada su realidad reflejada del Espíritu, incluidos la conciencia, el amor y la voluntad –atributos humanos sólo en apariencia- o Inteligencia-Beatitud-Poder, que son los tres atributos citados al principio de este libro para definir la Divinidad: Sat-Chit-Ananda. Por eso, la pregunta sería más bien: ¿cuál es el origen de los sentimientos?, ¿proceden del Espíritu? En la medida en que la esencia de la conciencia (Chit) es Espíritu, la respuesta es evidente. Dicho de otro modo, no es que el Espíritu sea humano, sino que lo humano está formado a imagen del Espíritu.

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Un refrán popular afirma que “el amor es ciego”, que es verdad para lo que vale, porque el amor es una experiencia subjetiva: pero un enunciado más profundo capta la esencia del don del amor: “Si te enamoras podrás ver”, y esto apunta a la posibilidad que tiene el amor de conducir a un renacimiento del alma; por eso Dante pudo describir su encuentro extático con Beatriz como una vita nuova, o una “nueva vida”. En este sentido, el amor llega al alma como el sol a una cueva sombría y la ilumina y le da calor; es entonces un despertar que ofrece a los amantes un anticipo del gozo de la inmortalidad ya en la tierra. En verdad, lo ciego no es el amor, sino el enamoramiento, porque el amor es en sí mismo una forma de conocer –de Dios reivindicándose a sí mismo por medio de la dualidad teatral de dos seres- y por esto lo es todo menos ciego.

En verdad, el amor vuelve a transfigurar lo ordinario en extraordinario o lo humano en Divino.

Sin embargo, en el plano humano tenemos derecho a hablar en términos generales del enamoramiento como “amor”, aunque nazca de una mezcla de verdadera comprensión y de ilusión. Si es verdad que el amor –especialmente si es unilateral- puede ser meramente un deseo ferviente en el que una persona confiere al amado o la amada todo su anhelo de una figura ideal, también lo es que si este amor se engaña noblemente, ¿quién osará decir entonces que es una completa ilusión? Un sentimiento noble nunca es un error en sí mismo; sólo lo es su mala aplicación, a saber, cuando se ofrece a alguien que, o bien no merece el honor, o bien es esencialmente un apoyo involuntario para los sueños de otra persona; pero esto no rebaja la calidad del amor.

Por otro lado, el amor puede revelar la esencia celestial del alma de otra persona y en este sentido puede servir de medio para una transfiguración espiritual en la que cada miembro de la pareja recibe la inspiración de venerar al otro con devota admiración y ternura, y el amor se convierte entonces en una intuición terrenal de los arquetipos celestiales.

Y los aspectos de ternura y admiración se basan en los aspectos gemelos de dulzura y majestad, o de infancia y realeza, que constituyen la esencia del alma santificada. Estos principios inseparables, trasladados al plano humano, explican la necesidad que tiene cada cónyuge de encontrar en el idilio un equilibrio entre intimidad y distancia –o entre éxtasis y sobriedad- en relación con el otro: el aspecto de intimidad expresa el misterio de Inmanencia, de la identidad espiritual compartida en la que “cada uno se ha convertido en el otro”; ésta es la relación entre iguales, de unidad extática, de profunda devoción mutua; pero al mismo tiempo el aspecto de intimidad debe equilibrarse mediante el misterio de separatividad que expresa la dimensión de Trascendencia, en la cual “cada uno se convierte en el dios del otro”, porque si el amor exige la identidad de esencia para que los cónyuges se encuentren, también exige la sagrada alteridad para que los cónyuges se completen plenamente el uno al otro. En esta devota reverencia del otro, la humildad y la autoanulación que el verdadero respeto trae consigo compensan todo riesgo de idolatría: el respeto reverencial del otro tiene un efecto de extinción sobre el ego, que aprende el don de la autoanulación, la paciencia perdurable, la mansedumbre y el sacrificio, porque al amar al otro se produce una pérdida de uno mismo y –en el mayor de los amores- una muerte.

En otras palabras, los esposos deben hallar un equilibrio entre la proximidad y la separatividad, porque la vida en la tierra no puede ser una unión permanente –excepto en el corazón- y también porque, sin este misterio moderador de la separatividad, la intimidad puede degenerar en informalidad y trivialidad, que es la manera más segura de destruir la magia del idilio.

De hecho, el amor no puede perdurar sin el respeto, que es como una forma de “amor objetivo”, si así se quiere. El amor crece tanto en la distancia del misterio como en la proximidad de la intimidad; o, podríamos decir, hay que intercalar en el éxtasis pausas refrescantes para conservar su vibración.

Por consiguiente, y para recapitular: Inmanencia y Trascendencia, misterio de identidad y misterio de alteridad, amor y respeto, ternura y admiración, calidez y frialdad, o proximidad y distancia, cada uno de estos polos debe estar activamente presente para que el Matrimonio Sagrado (Hieros Gamos) se consume y conserve debidamente. Por supuesto, en el Cielo, los elementos de distancia, frialdad y separatividad pierden su necesidad privativa o purificadora, pero no, obviamente, su cualidad de devoto respeto.

En especial, amarse y honrarse el uno al otro significa también honrar a Dios, quien unió a ambos esposos y sin quien no podrían estar unidos.

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El hombre, como se ha dicho, encarna la Verdad. Ahora bien, la Verdad –que es otro término para el Absoluto, o el Principio- tiene una esencia inmanente, sin forma, que se puede calificar de “femenina” y es la Sabiduría.

En el hinduismo se diría que la Sabiduría es la shakti o energía femenina de la Verdad; de hecho, nadie puede pretender haber comprendido la Verdad hasta que ésta desciende en el corazón y se transmuta de concepción fría y objetiva a ser cálido y subjetivo.

Esta alquimia de la Verdad transfigurada en Sabiduría es la esencia del matrimonio sagrado y el significado más profundo del amor entre el hombre y la mujer: ella se une –o se fija- a él de manera que él pueda fundirse en ella: misterio de pura convergencia o centramiento exclusivo, por un lado, y misterio de irradiación omnienvolvente, por otro lado; misterio de entrega y misterio de exaltación, de extinción contractiva y expansión bienaventurada, de muerte y vida.

En la unión de lo masculino y lo femenino el universo se vuelve a centrar en el Eterno Principio (la Verdad) y al mismo tiempo renace en la vida venturosa (AMOR). Y por medio de la mujer hecha divina Sophia, el hombre encuentra su realización espiritual, porque, como santa Esencia, ella libera al hombre de la exterioridad y la separación, como hemos dicho, y le restituye a la unión con lo Divino inmanente. Y recíprocamente, por medio del hombre como encarnación de la Verdad, la mujer vuelve a tomar conciencia de su propia substancia divina que le permite concebir el nacimiento del Espíritu en su corazón, y pasar de la substancia pasiva a la esencia activa, iluminada por el Espíritu mediante el soporte del hombre como santa Verdad. En esta alquimia de amor y conciencia, el hombre y la mujer renacen ambos, como si dijéramos, el uno del otro, por medio del otro y en el otro.

“Hieros Gamos o el Matrimonio Sagrado” ha sido traducido por Josep M. Prats y forma parte de libro “The Mystery of Individuality”.
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